La convención teatral
En el teatro, sabemos que es un escenario que las cosas son utilería y que lo que está pasando no es real… pero decidimos creer.
Hola, ¿qué tal?, yo soy Carolina Hernández y este es Sin Esdrújulas, tu micro mini pódcast en el que escribo cosas que luego leo y luego tú me ves leer como parte de una convención teatral. Desarrollo.
Ayer, mientras platicaba con mi amigo Roger (creador original del término micromini pódcast) mencionó la convención teatral.
Y yo podría fingir diciéndoles que sé de lo que hablaba y ustedes me creerían y entonces se crearía la paradoja de la convención teatral explicando la convención teatral.
Es demasiado diciembre para eso.
La convención teatral es el acuerdo implícito entre quienes actúan y quienes observan para aceptar una ficción como si fuera real.
Es decir, en el teatro, sabemos que es un escenario que las cosas son utilería y que lo que está pasando no es real… pero decidimos creer.
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En la vida cotidiana pasa algo muy parecido.
En la oficina, por ejemplo, aceptamos que alguien “manda”, aunque fuera del trabajo no tenga ningún poder (y a veces, tampoco dentro), pero decidimos aceptar esa convención teatral.
- Y eso también opera en los espacios: el traje, el uniforme, el maquillaje, el lenguaje corporal funcionan como vestuario.
Una sala de juntas, una iglesia o un tribunal imponen comportamientos específicos, igual que un escenario define cómo se actúa en él.
Sabemos que son construcciones, pero mientras estamos ahí, jugamos el juego. En la vida diaria actuamos dentro de escenas socialmente delimitadas.
Cada espacio funciona como un escenario con reglas propias.
En ellos, asumimos papeles que rara vez cuestionamos: la autoridad que dirige, la persona que obedece, quien cuida, quien calla, quien sostiene.
No se trata de identidades esenciales, sino de personajes asignados y reafirmados por la repetición. Como en el teatro, el rol existe porque hay un consenso que lo reconoce y lo sostiene. Y una de las paradojas más poderosas de esta teatralidad cotidiana es que las emociones, aunque en apariencia “actuadas”, producen efectos reales.
Fingir calma, fortaleza o entusiasmo no anula el cansancio, el miedo o la tristeza; sin embargo, la escena exige sostener el personaje. Con el tiempo, esa actuación repetida moldea la experiencia subjetiva: el personaje termina por disciplinar a la persona.
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La convención no solo organiza la vida social, también configura la interioridad.
Por eso, el conflicto aparece cuando alguien rompe el pacto. Quien llora donde no “debe”, quien cuestiona una jerarquía asumida o se niega a representar el papel que le fue asignado, produce una fisura en la escena.
Esa ruptura genera incomodidad porque recuerda algo fundamental: que lo que parecía natural es, en realidad, una construcción. Una puesta en escena.
Como en el teatro, cuando un actor se dirige al público, el artificio queda al descubierto y la ilusión se quiebra.
Comprender la vida cotidiana como un espacio regido por convenciones teatrales permite leer el poder desde otro ángulo. Las normas, los roles y las jerarquías no son inmutables; se sostienen porque colectivamente aceptamos representarlos.
Y si bien este acuerdo posibilita la convivencia, también puede convertirse en un mecanismo de control que castiga a quienes se salen del guion.
Ahora, reconocer la convención no implica abandonar toda escena, sino ganar conciencia sobre ella. Implica entender que, si actuamos, también podemos cambiar el texto, improvisar otros gestos, ensayar nuevas formas de estar.
La vida no deja de ser escenario, pero asumirlo abre la posibilidad de reescribir los papeles que nos han sido impuestos y, con ello, imaginar otras maneras de habitar lo cotidiano. ¿Me puse muy densa? Perdón, es que ese es el personaje que elegí hoy. Escena.
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